1/04/2006


EN TIEMPOS DE MUERTE


En tiempos en que la vida era mucho más simple, se empleaban enormes esfuerzos en perpetuarla, aún después de la muerte. Es el caso de Ramsés el Grande, cuyo cadáver embalsamado fue enviado por un viaje Nilo arriba, para permitir a todos los súbditos de su inmenso imperio el despedirse del rey, antes de reposar en la que sería su tumba. Hay relatos de multitudes paradas a orillas del río, meses después de su muerte, llorando y desgarrándose sus vestiduras, aún tratándose de un monarca al que probablemente nunca vieron; simplemente sabían de su existencia.
Lo interesante es que miles de años después, cuando sabemos que la vida es mucho más compleja, la muerte sigue teniendo el mismo misterio y nos sigue afectando mucho más a los vivos que a los cadáveres. Aunque la sintamos más o menos cerca, sabemos de ella a diario, y podemos aceptarla o no, fácil o no tan fácilmente como lo habríamos anticipado. En tiempos de muerte hay dolor, pero también puede haber consuelo, o incluso regocijo por los buenos recuerdos y por la expectativa de una nueva vida después de la que se acaba.
No importa cómo tomemos la muerte, siempre estaremos buscando motivos para dudar acerca de nuestra reacción a ella: no lloré lo suficiente, no mantuve el suficiente control, no alcancé a expresar lo que sentía, expresé excesivamente mis sentimientos, no alcancé a decirle...
Cada reacción es solamente eso: una reacción, y depende de muchas cosas de nuestro pasado y de nuestro presente, así que siempre va a estar justificada.
Siempre la muerte ha dolido lo suficiente, y nos seguirá doliendo lo necesario.




Y como dijo el poeta (Jaime Sabines. Recuento de Poemas 1950/1993 © Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V. 1997, Planeta Colombiana Editorial, S.A., 1999.) :

«Dejé mi cadáver a la orilla de la carretera y me vine llorándome...» ©Jaime Sabines, 1967.


«¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente:¿por qué lloras?
Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, le introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.
Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron? ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O porqué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?
Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.»
©Jaime Sabines, 1967.



«La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las señales del tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.
No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia. Una vez vi a un campesino llevando sobre los hombros una caja pequeña y blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás de él no iba nadie, ni siquiera una de esas vecinas que se echan el rebozo sobre la cara y se ponen serias, como si pensaran en la muerte. El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrero con una de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro de la población iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros de desconocidos que no se habían atrevido a pasarlo.
Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser, prefiero que me entierren en el sótano de la casa, a ir muerto por estas calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.»

©Jaime Sabines, 1961.